jueves, 21 de julio de 2011

¿LEYES DE MENDEL, CASUALIDAD O DESTINO MANIFIESTO?

Aunque parezca simple, es uno de los misterios de la vida. Pueden existir causas lógicas para explicarlo, pero no alcanzan para encontrar las causas últimas, la razón de las razones que lo justifique. Ante esta cerrazón epistemológica, no queda otra cosa que echar mano a lo fáctico, quizás como modo de acercarse un poco más a lo que es.
En el principio fue el contacto con mi piel que seguramente no entendí. Tal vez una sonrisa inconmensurable de mi viejo al verme cubierto con ella y pensar que sobraba tela o faltaba carne. Mi vieja asentiría presintiendo una continuidad inevitable, un sino imposible de esquivar, una estrella marcada a fuego. Mi viejo, un esperanzado. Mi vieja, una convencida del destino manifiesto.
Casi ajeno a todo no puedo detallar cómo siguió la historia. Sí puedo aventurarme a decir que se trató de la etapa de los miedos, de las dudas, porque si bien ya decía “mamá” y “papá”, reconociendo a cada uno de ellos, las demás palabras no fueron constantes sino apenas consecuencias de situaciones determinadas. Pero los miedos no eran míos, ni de mi vieja. Eran de mi viejo, porque en esta etapa aparecen nuevos personajes que jamás dejan de estar presentes a la hora de moldear a un ser humano: los tíos.
Los tíos por parte de mi vieja formaron parte de la misma barra que mi viejo; todos eran de Cochabamba entre Loria y Liniers y cada uno también fue alcanzado por el mismo misterio, sin plantearse entonces su continuidad en el tiempo. La cuestión comenzó cuando aparecí en sus vidas, en tanto los dos tuvieron hijas mujeres, y mi viejo tuvo que estar más alerta que nunca mientras que mi vieja seguía convencida del destino manifiesto.
Conociéndolo a mi viejo, cualquier insinuación se convertiría, de seguro, en una imprudencia casi imperdonable porque, si de moldear se trataba, para eso estaba el padre y no los tíos. Yo seguía sin entender. Sin embargo, creo que a los tres o cuatro años comencé a intuir algo acerca de este asunto del que no se hablaba mucho pero estaba siempre presente. Porque en ese tiempo hubo un día clave, una hora decisiva que despertaría todo este discurrir por las cuestiones insolubles.
Pero esa hora, también fue más de mi viejo que mía, porque sin dudas fue él quien se habrá sentido henchido de orgullo por mostrarme un espacio entre presentido y esperado.
Algún caramelo o una “Pomona” (una bebida gaseosa que se vendía en las canchas allá por los ’60) seguramente por años me habrán dejado la huella de ese día, no más. Con tres o cuatro años de edad no se puede aspirar a otra cosa, pero la estrategia de mi viejo apuntaba mucho más lejos. Fue como un bautismo, porque nadie se entera de que es cristiano en el momento de la ceremonia; la toma de conciencia llega después. Pero fue eso, me animo a decir que para mi viejo fue así.
Después vino la integración con el barrio, los amigos, la escuela y ese Día de Reyes único, irrepetible, glorioso. Y otra vez mi viejo que aún no había abandonado su estado de alerta: ya no eran los tíos el peligro, ahora tallaban los amigos y el barrio con la posibilidad de estropear todo lo andado, lo pensado, lo esperado. Él me creía incólume y no se equivocó. Me habían bautizado pero faltaba la confirmación; y ese Día de Reyes, con mi sonrisa más grande que nunca y una ansiedad incontenible mi viejo se dio cuenta de que yo confirmaba lo apenas vivido y lo que vendría después, convirtiéndome en un cruzado en pleno siglo veinte. Y sin saber que no ahorraría llantos, gritos, alegrías, éxtasis, amarguras, multitudes, piñas, insultos, desmesuras y soledades, a las siete de mañana ya tenía la camiseta de River puesta, esperando que se hicieran las diez para salir a la calle y desafiar al mundo, como hasta hoy.

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